¿Cuál es el límite entre esperanza y utopía? La historia del pensamiento humano está salpicada de promesas que han encendido corazones y desencadenado revoluciones, seguidas de amargas decepciones. ¿Todavía vale la pena creer, trabajar y luchar por el cambio?

Una lección puede venirnos de la simple observación de la naturaleza: la semilla que, una vez plantada en la tierra, desaparece, muere, para liberar su fuerza vital y dar fruto. El agricultor lo planta con la certeza del fruto, aunque no sea él quien lo vea aparecer. Pero sólo así la vida podrá transmitirse y perpetuarse a lo largo de generaciones.

Cada uno de nosotros también tiene la oportunidad de sembrar las semillas de la vida a nuestro alrededor, en una tierra quizás árida e incluso inhóspita. Hagámoslo con la certeza de la cosecha. Animemos a los demás y preparemos juntos las condiciones para sembrar paz, esperanza y felicidad. Tendremos la fuerza de la comunidad.

Sembramos generosamente, creyendo que el futuro nos traerá frutos. Es la experiencia de los grandes políticos, aquellos que creen que es con decisiones valientes que se puede construir un mundo mejor, incluso a costa de pagar el precio de su valentía en la perspectiva corta y miope de elecciones posteriores. Es la misma experiencia que viven los padres que saben educar a sus hijos con la vista puesta en el futuro, incluso cuando es difícil mantener un ejemplo educativo coherente, o los profesores que no persiguen la popularidad fácil del momento. Ésta es la experiencia que podemos tener a pesar de las dificultades. Cada uno de nosotros puede sentir la fuerza de ser parte de un panorama más amplio si podemos mirar hacia el futuro en la dimensión del bien común y no desde la perspectiva inmediata de pequeños intereses personales.

Según algunos sociólogos, el drama de nuestro tiempo no es tanto la crisis económica sino vivir prisioneros del miedo, la ira y la desconfianza respecto del presente y el futuro. Y esto paraliza e impide el progreso de la sociedad civil. “Confianza” –en los demás, en el futuro, en los resultados de nuestras acciones incluso más allá de nosotros mismos– podría ser la palabra más importante para lanzar una verdadera revolución social. El odio aniquila; el amor siempre vence y da frutos.

En 1994, un niño estadounidense, Nicholas Green, resultó herido de muerte debido a un error de identidad durante un intento de robo. Las noticias conmocionan, los titulares de los periódicos hablan de venganza y crece un clima de odio. Hasta que los padres del niño hacen un gesto sensacional: "Nicolás - dicen - amaba la vida y amaba Italia". No piden venganza sino que expresan el deseo de que sus órganos puedan ser donados para dar vida a otros.

Es una señal impactante: la justicia sigue su curso, pero este acto supera el breve tiempo de la noticia y se convierte en una semilla que da frutos. Hoy, después de 30 años, muchos recuerdan a Nicolás y su familia. Y en Italia la cultura de la donación de órganos ha crecido enormemente.