Cada día somos bombardeados por imágenes de la sociedad de la apariencia. En todas las naciones, la globalización impone un modelo en el que la riqueza, el poder y la belleza física parecen ser los únicos valores. Pero basta detenerse y observar a las personas que encontramos cada día en nuestras ciudades (en el tren, en el metro, en la calle) para darnos cuenta de que existe una realidad diferente, compuesta de pequeños gestos cotidianos de solidaridad, de padres que acompañan sus hijos al colegio, enfermeras a las que se levantan de madrugada para llegar a su lugar de trabajo junto a personas que sufren, trabajadores que desempeñan sus tareas con seriedad y compromiso en fábricas, talleres y oficinas. Por no hablar de las numerosas acciones de voluntariado.
Se necesita una mirada de verdad, capaz de ir más allá de las apariencias. Una mirada que potencia lo positivo de cada persona, dándose cuenta de que son estos pequeños gestos cotidianos los que hacen que la sociedad siga adelante. Y aún más revolucionarios son los gestos de quienes, a pesar de vivir en situaciones cercanas a la pobreza, se dan cuenta de que todavía pueden "dar", acoger, compartir una comida o una habitación porque siempre hay alguien "más necesitado". Y lo hacen por sentido de justicia, con corazón generoso y desinteresado.
El regalo, lo sabemos, no es sólo material. Chiara Lubich nos dijo: “Siempre damos; damos una sonrisa, una comprensión, un perdón, una escucha; damos nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestra disponibilidad; damos nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras ideas (…), nuestra actividad; revisemos periódicamente nuestras experiencias, nuestras habilidades, nuestros activos para que nada se acumule y todo circule. Da: que ésta sea la palabra que no nos dé tregua".[1]
Esta idea es, por tanto, una invitación a tener una generosidad que viene de dentro, de la pureza de los corazones que saben reconocer la humanidad que sufre reflejándose en el rostro a menudo desfigurado del otro. Y es precisamente en este don donde nos encontramos más libres y más capaces de amar.
Fue la experiencia de Etty Hillesum, una joven holandesa que vivió sus últimos años en un campo de concentración antes de morir en Auschwitz, capaz de amar la belleza de la vida y dar gracias por "este don de poder leer en los demás. A veces las personas son como casas con la puerta abierta para mí. Entro y recorro los pasillos y las habitaciones, cada casa está amueblada un poco diferente pero al final es igual que las demás, cada una debe ser un hogar consagrado” (...). Y allí, en aquellos cuarteles poblados de hombres aplastados y perseguidos, encontré la confirmación de este amor"[2]
La totalidad del don es una lógica que construye una comunidad pacificada, porque nos empuja a cuidarnos unos a otros. Nos anima a vivir los valores más profundos de la vida cotidiana, sin que lo parezcan. Es un cambio de mentalidad que puede llegar a ser contagioso.
Venant nació y creció en Burundi. Dice: "En el pueblo, mi familia podía presumir de tener una buena finca, con una buena cosecha. La madre, consciente de que todo era un regalo de la naturaleza, recogió los primeros frutos y rápidamente los distribuyó por el barrio, empezando por las familias más necesitadas, destinándonos sólo una pequeña parte de lo que nos quedaba. De este ejemplo aprendí el valor de dar desinteresadamente.”.
[1]Enlace 23 de abril de 1992
[2]EttyEllisum, Diario