En el diálogo entre personas de diferentes culturas y orientaciones religiosas, un tema recurrente es la pregunta: "¿podemos siempre tener esperanza? ¿Y en qué?”.

Una pregunta que resuena con más intensidad en los momentos de dificultad y ante las derrotas o el sufrimiento más atroz. Pero también ante las decepciones de un ideal o de un conjunto de valores que nos habían fascinado.

Es precisamente en estos momentos de duda cuando nos vemos empujados a reconsiderar nuestras convicciones, los valores y creencias en los que hemos puesto nuestra esperanza. Y con ellos encontrar la fuerza para afrontarlos y sacar a relucir la grandeza del ser humano, capaz de caer y levantarse, de experimentar la debilidad de forma consciente, sin inútiles expectativas milagrosas.

Creer es mucho más que esperar una solución a nuestros problemas, es más bien un impulso que nos permite seguir caminando. La vida, precisamente en esos momentos, puede convertirse misteriosamente en un auténtico regalo.

Creer en un compromiso que da sentido a la vida no es como aceptar un contrato que se firma una vez y luego no se vuelve a mirar, sino que es un hecho que transforma e impregna cada elección diaria.

Una pequeña ayuda para vivir así es no pensar en situaciones extremas, que sólo pueden asustarnos y bloquearnos, sino afrontar las pequeñas dificultades de cada día, compartiéndolas con nuestros amigos. De este modo, si no nos desanimamos, descubriremos que cada día puede ofrecernos una nueva oportunidad para creer y dar esperanza a quienes nos rodean. Es la fuerza de la amistad que busca el bien de los demás.

Cuando todo va bien es más fácil sentirse fuerte y valiente. Pero es cuando vivimos la experiencia de las vulnerabilidades que podemos construir algo que no pasa y que permanecerá incluso después de nosotros. Es la convicción que se adquiere cuando se ha compartido la vida con alguien que creyó más allá de todo, que luchó y sufrió y que se hizo cercano a todos con su amor. Estas personas, después de haber concluido su vida en esta tierra, dejan tal huella y su memoria está tan viva que - misteriosamente - nos hace decir, incluso más allá de nuestra referencia religiosa o no religiosa: "Creo, creo. ¡Sigamos juntos!”.